Los Congos de Ángel Loochkartt

"El congo jadeante". Óleo de Ángel Loochkartt
El color y el movimiento
Por Eduardo Márceles Daconte
El Carnaval de Barranquilla es quizás uno de los espectáculos colectivos de mayor colorido y musicali­dad que existen en el país. Allí desfilan durante cuatro días las danzas, cumbiambas, disfraces, y carrozas como manifestación de la alegre vialidad de un conglomerado humano que el resto del año se entrega asimismo a trabajar para obtener el sustento de cada día. Pero mientras duran las fiestas del carnaval, hay un desenfreno estimulado por el ron y la música que obliga a danzar a/ más severo de los concurrentes.
Hasta hoy, sólo Alejandro Obregón había logrado captar la impetuosidad que caracteriza el colorido del trópico costeño. Pero aquí llega Ángel Loochkartt para demostrar que él también ha entendido esa asombrosa dualidad que es el ingrediente predominante de la costa Atlántica: el color y el movimiento.
Porque estos dos elementos están siempre presentes en la vida costeña. Sus congos son, en primer lugar, una acertada temática que recoge una tradición por mucho tiempo ignorada por los artistas del Litoral Caribe o admirada sólo como una curiosidad pintoresca de diversión local. Únicamente en época reciente, la antropóloga Nina de Friedemann recuperó en una película de 30 minutos la vida y razón de ser de los congos del Carnaval de Barranquilla.
El tratamiento que Loochkartt da a su trabajo es realmente certero. Sin limitarse a retratar de una manera folclórica la gestualidad, el colorido de sus trajes y la coreografía de la danza, el pintor se entre­ga –con el mismo vigor que caracteriza a los danzantes– a recrear una visión de tremendo impacto en donde los congos brincan de la tela y se ponen a bailar frente al espectador. Tal es la vitalidad que pro­yectan. No hay duda que el pintor descubrió el único camino para manifestar el elocuente éxtasis de sus protagonistas. La solución radica en la expresividad de un trazo suelto y nervioso que no da tregua para la elaboración minuciosa del realista convencional. Todo lo contrario, su obra es una muestra de un expresionismo emocional que se ubica especialmente en Alemania y nos llega desde las pinturas de Matías Grunewald (s. XVI), pasando por los rostros enmascarados de James Ensor y el colorido de Emil Nolde. Con ese expresionismo con tundente se identifica la obra de Loochkartt. Sus rojos violentos y sus amarillos incandescentes son tan luminosos como el mismo sol y el mismo cielo que se preña de jirones apasionados en cada atardecer tropical.
La fluidez del movimiento rítmico de la danza es una característica que el pintor mane/a con exquisito cuidado para dar esa imagen de conjunto que asombra por su espontaneidad.
También nos parece adivinar en algunos cuadros el recuerdo de Goya. Las miradas huecas de Ios rostros cubiertos de harina, una cierta actitud de mística ensoñación, pero todo trabajado en un conjunto que nos hace escuchar el tambor que llama a los congos y los cuerpos que serpentean en la noche de carnaval para entregarse al frenético rito de la danza y terminar al amanecer en el silencio y la soledad de una ciudad agobiada por el incesante resplandor de las velas encendidas, la música y el ron que corren sin parar hasta el Miércoles de Ceniza.
Aquel esplendor efímero, todo ese colorido de oropel y seda que nos ofrece a borbotones el Carnaval de Barranquilla han sido virtuosamente recordados y reelaborados por el ingenio y el talento de un pintor que de nuevo se nos revela después de un prolongado silencio. Y es así que se confirma, una vez más, que la verdadera creación artística no es el resultado de un mecanicismo de fácil comercialización, sino del empeño tenaz de largas noches de cavilación y días inasibles de constante búsqueda.